Colocaba a sus amantes sobre una repisa de cristal como quién compraba muñecas de porcelana en el mercado. Cogía a la rubia, se la llevaba sin que las demás se diesen cuenta y la peinaba con mimo, la besaba y acariciaba hasta hartarse y cambiaba. Iba dándoles lo que le pedían cuando a él le apetecía. Cuando no quería jugar, cerraba la puerta de la sala del palacio y volvía a su vida, hasta que ésta, llena de realidad, volvía a recordarle que tenía una bella colección a su disposición. Todas estaban felices, disfrutaban de sentirse únicas en manos de su dueño. Su pestañeo, siempre al frente, las impedía encontrarse… Hasta que un pequeño temblor hizo que se descolocasen y se viesen unas a otras. Sus ojos de plástico se quedaron inmóviles. Las pupilas se pusieron a brillar. Comenzaron a mirarse y se dieron cuenta de cómo era su propia vida. Cuando él entró y las vio, descolocadas física y mentalmente.  Se quedó parado. Como si las viese por primera vez, se dio cuenta de que tenían alma. Ellas simplemente lo ignoraron, miraron la luz de tras el hueco de la puerta, sonrieron y salieron lentamente hacia el exterior respirando, dejando a aquel hombre, en la soledad de su mentira, convertido en espantapájaros.